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Escrito: 1983.
1. La Neo TV
Erase una vez la Paleotelevisión, que se hacía en
Roma o en Milán, para todos los espectadores, y que hablaba de
inauguraciones presididas por ministros y procuraba que el público
aprendiera sólo cosas inocentes, aun a costa de decir mentiras. Ahora,
con la multiplicación de cadenas, con la privatización, con el
advenimiento de nuevas maravillas electrónicas, estamos viviendo la
época de la Neotelevisión. De la Paleo TV podía hacerse un pequeño
diccionario con los nombres de los protagonistas y los títulos de las
emisiones. Con la Neo TV sería imposible, no sólo porque los personajes y
las rúbricas son infinitos, no sólo porque nadie alcanza ya a
recordarlos y reconocerlos, sino también porque el mismo personaje
desempeña hoy diversos papeles según hable en las pantallas estatales o
privadas. Ya se han realizado estudios sobre las características de la
Neo TV (por ejemplo, la reciente investigación sobre programas de
entretenimiento, llevada a cabo por cuenta de la comisión parlamentaria
de vigilancia, por un grupo de investigadores de la Universidad de
Bolonia). El discurso que sigue no quiere ser un resumen de ésta o de
otras investigaciones importantes, pero tiene en cuenta el nuevo
panorama que estos trabajos han descubierto.
La característica principal de la Neo TV es que
cada vez habla menos (como hacía o fingía hacer la Paleo TV) del mundo
exterior. Habla de sí misma y del contacto que está estableciendo con el
público. Poco importa qué diga o de qué hable (porque el público, con
el telemando, decide cuándo dejarla hablar y cuándo pasar a otro canal).
Para sobrevivir a ese poder de conmutación, trata entonces de retener
al espectador diciéndole: "Estoy aquí, yo soy yo y yo soy tú." La máxima
noticia que ofrece la Neo TV, ya hable de misiles o de Stan Laurel que
hace caer un armario, es ésta: "Te anuncio, oh maravilla, que me estás
viendo; si no lo crees, pruébalo, marca este número, llámame y te
responderé".
Después de tantas dudas, al fin algo seguro: la
Neotelevisión existe. Es verdadera porque es ciertamente una invención
televisiva.
2. Informacion y Ficción
Hay una dicotomía fundamental a la que recurren de
modo tradicional (y no del todo erróneo) tanto el sentido común como
muchas teorías de la comunicación para definir lo real. A la luz de esta
dicotomía, los programas televisivos pueden dividirse, y se dividen en
la opinión común, en dos grandes categorías:
1. Programas de información, en los que la TV
ofrece enunciados acerca de hechos que se verifican independientemente
de ella. Puede hacerlo de forma oral, a través de tomas en directo o en
diferido, o de reconstrucciones filmadas o en estudio. Los
acontecimientos pueden ser políticos, de crónica de sucesos, deportivos o
culturales. En cada uno de estos casos, el público espera que la
televisión cumpla con su deber: a) diciendo la verdad, b) diciéndola
según unos criterios de importancia y de proporción, c) separando la
información de los comentarios. Respecto a decir la verdad, sin entrar
en disquisiciones filosóficas, diremos que el sentido común reconoce
como verdadero un enunciado cuando, a la luz de otros métodos de control
o de enunciados procedentes de fuentes alternativas veraces, se
confirma que corresponde a un estado de hecho (cuando el telediario dice
que ha nevado en Turín, dice la verdad si el hecho es confirmado por la
oficina meteorológica). Se protesta si lo que la televisión dice no
corresponde a los hechos. Este criterio es también válido en aquellos
casos en que la TV refiere, en resumen o por entrevista, opiniones
ajenas (sea de un político, de un crítico literario o de un comentarista
deportivo): la TV no se juzga por la veracidad de cuanto dice el
entrevistado, sino por el hecho de que éste sea realmente quien
corresponde al nombre y a la función que le son atribuidos y de que sus
declaraciones no sean resumidas o mutiladas para hacerle decir algo que
él (con datos en la mano) no ha dicho.
Los criterios de proporción y de importancia son
más vagos que los de veracidad. De cualquier modo, se acusa a la TV
cuando se cree que privilegia ciertas noticias en detrimento de otras, o
que omite quizás otras consideraciones importantes, o que sólo refiere
algunas opiniones excluyendo otras.
En lo que respecta a la diferencia entre
información y comentario, también se considera intuitiva, aun cuando se
sabe que ciertas modalidades de selección y montaje de las noticias
pueden constituir un comentario implícito. En cualquier caso, se cree
disponer de parámetros (de diversa irrebatibilidad) para determinar
cuando la TV informa "correctamente".
2. Programas de fantasía o de ficción,
habitualmente denominados espectáculos (dramas, comedias, óperas,
películas, telefilms). En tales casos, el espectador pone en ejecución
por consenso eso que se llama suspensión de la incredulidad y acepta
"por juego" tomar por cierto y dicho "seriamente" aquello que es en
cambio efecto de construcción fantástica. Se juzga aberrante el
comportamiento de quien toma la ficción por realidad (escribiendo
incluso misivas insultantes al actor que personifica al "malo"). Sin
embargo, se admite también que los programas de ficción vehiculan una
verdad en forma parabólica (entendiendo por esto la afirmación de
principios morales, religiosos, políticos). Se sabe que esta verdad
parabólica no puede estar sujeta a censura, por lo menos no del mismo
modo que la verdad de la información. A lo sumo, se puede criticar
(aportando algunas bases "objetivas" de documentación) el hecho de que
la TV haya insistido en presentar programas de ficción que acentuaban
unilateralmente una particular verdad parabólica (por ejemplo,
proyectando películas sobre los inconvenientes del divorcio cuando era
inminente un referéndum sobre el tema).
En todo caso, en lo que se refiere a los programas
informativos, se cree posible lograr una valoración aceptable
intersubjetivamente respecto de la concordancia entre noticia y hechos;
mientras que se discute subjetivamente la verdad parabólica de los
programas de ficción y se intenta al máximo lograr una valoración
aceptable intersubjetivamente respecto a la ecuanimidad con que son
proporcionalmente presentadas verdades parabólicas en conflicto.
La diferencia entre estos dos tipos de programas se
refleja en los modos en que los órganos de control parlamentario, la
prensa o los partidos políticos promueven censuras a la televisión. Una
violación de los criterios de veracidad en los programas de información
da lugar a interpelaciones parlamentarias y artículos o editoriales de
primera plana. Una violación (considerada siempre opinable) de los
criterios de ecuanimidad en los programas de ficción provoca artículos
en tercera página o en la sección televisiva.
En realidad, rige la opinión generalizada (que se
traduce en comportamientos políticos y culturales) de que los programas
informativos poseen relevancia política, mientras que los de ficción
sólo tienen importancia cultural, y como tales no son de competencia del
político. En efecto, se justifica que un parlamentario, comunicados de
ANSA en mano, intervenga para criticar una transmisión del telediario
juzgada facciosa o incompleta, pero no su intervención, obras de Adorno
en mano, para criticar un espectáculo televisivo como apología de
costumbres burguesas.
Esta diferencia se refleja también en la
legislación democrática, que persigue las falsedades en acto público
pero no los delitos de opinión.
No se trata aquí de criticar esta distinción o de
invocar nuevos criterios (antes bien se desanimaría una forma de control
político que se ejercitase sobre las ideologías implícitas en los
programas de ficción). No obstante, se quiere señalar una dicotomía
arraigada en la cultura, en las leyes y en las costumbres.
3. Mirar a La Cámara
Sin embargo, esta dicotomía ha sido neutralizada
desde los comienzos de la TV por un fenómeno que podía comprobarse tanto
en los programas informativos como en los de ficción (en particular en
aquellos de carácter cómico, como los espectáculos de revista).
El fenómeno tiene relación con la oposición entre quien habla mirando a la cámara y quien habla sin mirar a la cámara.
De ordinario, en la televisión, quien habla mirando
a la cámara se representa a sí mismo (el locutor televisivo, el cómico
que recita un monólogo, el presentador de una transmisión de variedades o
de un concurso), mientras que quien lo hace sin mirar a la cámara
representa a otro (el actor que interpreta un personaje ficticio). La
contraposición es grosera, porque puede haber soluciones de dirección
por las que el actor de un drama mira a la cámara, y existen debates
políticos y culturales cuyos participantes hablan sin mirar a la cámara.
Sin embargo, la contraposición nos parece válida desde este punto de
vista: quienes no miran a la cámara hacen algo que se considera (o se
finge considerar) que harían también si la televisión no estuviese allí,
mientras que quien habla mirando a la cámara subraya el hecho de que
allí está la televisión y de que su discurso se produce justamente
porque allí está la televisión.
En este sentido, no miran a la cámara los
protagonistas reales de un hecho de crónica tomado por las cámaras
mientras el hecho sucede; no miran a la cámara los participantes de un
debate, porque la televisión los "representa" empeñados en una discusión
que podría suceder también en otro lugar; no mira a la cámara el actor,
porque quiere crear precisamente la ilusión de realidad, como si lo que
hace formase parte de la vida real extratelevisiva (o extrateatral o
extracinematográfica). En este sentido, se atenúan las diferencias entre
información y espectáculo, porque la discusión no sólo se produce como
espectáculo (y trata de crear una ilusión de realidad), sino que también
el director, que recoge un acontecimiento del que quiere mostrar la
espontaneidad, se preocupa de que sus protagonistas no se den cuenta o
muestren no darse cuenta de la presencia de las cámaras, pidiéndoles que
no miren (no hagan señas) hacia éstas. En este caso, se produce un
fenómeno curioso: la televisión quiere, aparentemente, desaparecer en
tanto que sujeto del acto de enunciación, pero sin engañar con esto al
público, que sabe que la televisión está presente y es consciente de que
eso que ve (real o ficticio) ocurre a mucha distancia y es visible
precisamente en virtud del canal televisivo. Pero la televisión hace
sentir su presencia exacta y solamente en tanto que canal.
En casos como éste, se acepta a menudo que el
público se proyecte e identifique, viviendo en el suceso representado
sus propias pulsiones o eligiendo como modelos a sus protagonistas, pero
este hecho se considera normal televisivamente (habría que consultar a
los psicólogos acerca de la valoración de la normalidad de la intensidad
de proyección o de identificación actuada por los espectadores
individualmente).
Por el contrario, el caso de quien mira a la cámara
es diferente. Al colocarse de cara al espectador, éste advierte que le
está hablando precisamente a él a través del medio televisivo, e
implícitamente se da cuenta de que hay algo "verdadero" en la relación
que se está estableciendo, con independencia del hecho de que se le esté
proporcionando información o se le cuente sólo una historia ficticia.
Se está diciendo al espectador: "No soy un personaje de fantasía, estoy
de veras aquí y de veras os estoy hablando".
Resulta curioso que esta actitud, que subraya de
modo tan evidente la presencia del medio televisivo, produzca en los
espectadores "ingenuos" o "enfermos" el efecto opuesto. Estos
espectadores pierden el sentido de la mediación televisiva y del
carácter fundamental de la transmisión televisiva, esto es, que se emite
a gran distancia y se dirige a una masa indiscriminada de espectadores.
Es una experiencia común, no sólo de presentadores de programas de
entretenimiento, sino también de cronistas políticos, el recibir cartas o
llamadas telefónicas de espectadores (calificados de anormales) en las
que éstos preguntan: "Dígame si ayer por la noche usted me miraba de
veras a mí, y en la emisión de mañana hágamelo saber a través de una
seña".
En estos casos (incluso cuando no están subrayados
por comportamientos aberrantes), advertimos que no está ya en cuestión
la veracidad del enunciado, es decir, la concordancia entre enunciado y
hechos, sino más bien la veracidad de la enunciación, que concierne a la
cuota de realidad de todo lo que sucede en la pantalla (y no de cuanto
se dice a través de ella). Nos encontramos frente a un problema
radicalmente diferente que, como se ha visto, recorre de manera bastante
indistinta tanto las transmisiones informativas como las de ficción.
A este nivel, desde mediados de los años cincuenta,
el problema se ha complicado con la aparición del más típico de los
programas de entretenimiento, el concurso o telequiz. ¿El concurso dice
la verdad o pone en escena una ficción?
Se sabe que provoca ciertos hechos mediante una
puesta en escena preestablecida; pero también se sabe, y por evidente
convención, que los personajes que aparecen concursando allí son
verdaderos (el público protestaría si supiese que se trata de actores) y
que las respuestas de los concursantes son valoradas en términos de
verdaderas o falsas (o exactas y equivocadas). En este sentido, el
presentador del concurso es al mismo tiempo garante de una verdad
"objetiva" (o es verdadero o es falso que Napoleón murió el 5 de mayo de
1821) y está sujeto al control de la veracidad de sus juicios (mediante
la metagarantía del notario público). ¿Por qué aquí se hace necesario
el notario, mientras que no se considera necesario un garante para
autentificar la veracidad de las afirmaciones del locutor del
telediario? No es sólo porque se trata de un juego y porque estén en
juego grandes ganancias, sino también porque no está dicho que el
presentador deba decir siempre la verdad. En realidad, sería aceptable
la situación en la que un presentador del concurso presentara a un
cantante célebre con su propio nombre y luego se descubriera que se
trata de un imitador. El presentador puede hacerlo incluso "por
bromear".
Se perfila así, desde tiempos ya lejanos, una
especie de programas en los que el problema de la veracidad de los
enunciados empieza a ser ambiguo, mientras que la veracidad del acto de
enunciación es absolutamente indiscutible: el presentador está allí,
frente a la cámara, y habla al público, representándose a sí mismo y no a
un personaje ficticio.
La fuerza de esta verdad, que el presentador
anuncia e impone quizás implícitamente, es tal que alguien puede creer,
como hemos visto, que le habla sólo a él.
El problema existía pues desde el principio, pero
estaba, no sabemos con cuánta intencionalidad, exorcizado, tanto en las
transmisiones de información como en las de entretenimiento. Las
transmisiones de información tendían a reducir al mínimo la presencia de
personas que miraran a la cámara. Salvo la anunciadora (que funciona
como vínculo entre programas), las noticias no eran leídas, dichas o
comentadas en video, sino sólo en audio, mientras que en la pantalla se
sucedían telefotos, reportajes filmados, incluso a costa de recurrir a
material de archivo que denunciaba su propia naturaleza. La información
tendía a comportarse como los programas de ficción. La única excepción
la constituían personajes carismáticos como Ruggiero Orlando, a quien el
público reconocía una naturaleza híbrida entre cronista y actor, y a
quien podían perdonar incluso comentarios, gestos teatrales y
fanfarronadas.
Por su parte, los programas de entretenimiento
-cuyo ejemplo principal era Lascia o Raddoppia (Lo toma o lo deja)-
tendían a asumir las características de las emisiones de información:
Mike Bongiorno no se proponía como "invención" o ficción, se colocaba
como mediador entre el espectador y algo que sucedía de manera autónoma.
Pero la situación se fue complicando cada vez más.
Un programa como Specchio segreto (Espejo secreto, una especie de Cámara
indiscreta ) debía su fascinación a la convicción de que las acciones
de sus víctimas (sorprendidas por la cámara oculta, que no podían ver)
era algo verdadero, y sin embargo todo el mundo se divertía, pues se
sabía que eran las intervenciones provocadoras de Loy las que hacían que
ocurriera lo que ocurría, las que hacían que sucediese en cierta manera
como si se estuviera en un teatro. La ambigüedad era todavía más
intensa en programas como Te la dò io l'America (Te regalo América),
donde se asumía que la Nueva York que Grillo mostraba era "verdadera", y
se aceptaba no obstante que Grillo se entrometiera para determinar el
curso de los acontecimientos como si se tratase de teatro.
En fin, para confundir más las ideas, llegó el
programa contenedor donde, por algunas horas, un conductor habla, hace
escuchar música, presenta una escenificación y después un documental o
un debate o incluso noticias. En este punto, hasta el espectador
superdesarrollado confunde los géneros. Llega a sospechar que el
bombardeo de Beirut sea un espectáculo y a dudar de que el público de
jovencitos que aplaude en el estudio a Beppe Grillo esté compuesto de
seres humanos.
En resumen, estamos hoy ante unos programas en los
que se mezclan de modo indisoluble información y ficción y donde no
importa que el público pueda distinguir entre noticias "verdaderas" e
invenciones ficticias. Aun admitiendo que se esté en situación de
establecer la distinción, ésta pierde valor respecto a las estrategias
que estos programas llevan a efecto para sostener la autenticidad del
acto de enunciación.
Con este fin, tales programas ponen en escena el
propio acto de la enunciación a través de simulacros de la enunciación,
como cuando se muestran en pantalla las cámaras que están filmando lo
que sucede. Toda una estrategia de ficciones se pone al servicio de un
efecto de verdad.
El análisis de todas estas estrategias revela el
parentesco que liga los programas informativos con los de
entretenimiento: el TG2 (Telediario 2) puede considerarse como un
estudio abierto, en el que la información ya había hecho suyos los
artificios de producción de realidad de la enunciación típicos del
entretenimiento.
Nos encaminamos, por tanto, hacia una situación
televisiva en que la relación entre el enunciado y los hechos resulta
cada vez menos relevante, con respecto a la relación entre la verdad del
acto de enunciación y la experiencia de recepción por parte del
espectador.
En los programas de entretenimiento (y en los
fenómenos que producen y producirán de rebote sobre los programas de
información "pura") cuenta siempre menos el hecho de que la televisión
diga la verdad que el hecho de que ella sea la verdad, es decir, que
esté hablando de veras al público y con la participación (también
representada como simulacro) del público.
4. Estoy Transmitiendo, y es Verdad
Entra así en crisis la relación de verdad factual
sobre la que reposaba la dicotomía entre programas de información y
programas de ficción, y esta crisis tiende cada vez más a implicar a la
televisión en su conjunto, transformándola de vehículo de hechos
(considerado neutral) en aparato para la producción de hechos, es decir,
de espejo de la realidad pasa a ser productora de realidad.
A tal fin, es interesante ver el papel público y
evidente que desempeñan ciertos aspectos del aparato de filmación,
aspectos que en la Paleo TV debían permanecer ocultos al público.
La jirafa. En la Paleo TV, había un aullido de
alarma que preludiaba las llamadas de atención, las cartas de despido y
el hundimiento de honradas carreras: ¡Jirafa en pantalla! La jirafa, es
decir, el micrófono, no debía verse, ni en sombra (en el sentido de que
la jirafa era temidísima). La televisión se obstinaba patéticamente en
presentarse como realidad y, por tanto, había que ocultar el artificio.
Después, la jirafa hizo su entrada en los concursos, más tarde en los
telediarios y por último en diferentes espectáculos experimentales. La
televisión ya no oculta el artificio, por el contrario, la presencia de
la jirafa asegura (incluso cuando no es cierto) que la emisión es en
directo. Por lo tanto, en plena naturaleza. Por consiguiente, la
presencia de la jirafa sirve ahora para ocultar el artificio.
La cámara. Tampoco debía verse la cámara. Y también
la cámara ahora se ve. Al mostrarla, la televisión dice: "Yo estoy
aquí, y si estoy aquí, esto significa que delante de vosotros tenéis la
realidad, es decir, la televisión que filma. Prueba de ello es que, si
agitáis la mano delante de la cámara, os verán en casa". El hecho
inquietante es que, si en televisión se ve una cámara, no es ciertamente
la que está filmando (salvo en casos de complejas puestas en escena con
espejos). Por tanto, cada vez que la cámara aparece, está mintiendo.
El teléfono del telediario. La Paleo TV mostraba
personajes de comedia que hablaban por teléfono, es decir, informaba
sobre hechos verdaderos o presuntamente verdaderos que sucedían fuera de
la televisión. La Neo TV usa el teléfono para decir: "Estoy aquí,
conectada a mi interior con mi propio cerebro y, en el exterior, con
vosotros que me estáis viendo en este momento". El periodista del
telediario usa el teléfono para hablar con la dirección: bastaría con un
interfono, pero entonces se escucharía la voz de la dirección que, por
el contrario, debe permanecer misteriosa: la televisión habla con su
propia secreta intimidad. Pero lo que el telecronista oye es verdadero y
decisivo. Dice: "En un momento veremos las imágenes filmadas", y
justifica así largos segundos de espera, porque lo filmado debe venir
del lugar justo, en el momento justo.
El teléfono de Portobello. El teléfono de
Portobello, y de transmisiones análogas, pone en contacto el gran
corazón de la televisión con el gran corazón del público. Es el signo
triunfal del acceso directo, umbilical y mágico. Vosotros sois nosotros,
podéis formar parte del espectáculo. El mundo del que os habla la
televisión es la relación entre nosotros y vosotros. El resto es
silencio.
El teléfono de la subasta. Las Neo TV privadas han
inventado la subasta. Con el teléfono de la subasta, el público parece
determinar el ritmo del propio espectáculo. De hecho, las llamadas son
filtradas y es legítimo sospechar que en los momentos muertos se use una
llamada falsa para hacer subir las ofertas. Con el teléfono de la
subasta, el espectador Mario, al decir "cien mil", convence al
espectador José de que vale la pena decir "doscientas mil". Si sólo
llamase un espectador, el producto sería vendido a un precio muy bajo.
No es el subastador quien induce a los telespectadores a gastar más, es
un telespectador quien induce a otro, o bien el teléfono. El subastador
es inocente.
El aplauso. En la Paleo TV el aplauso debía parecer
verdadero y espontáneo. El público en el estudio aplaudía cuando
aparecía un letrero luminoso, pero el público que veía la emisión en su
televisor no debía saberlo. Naturalmente ha llegado a saberlo y la Neo
TV ha dejado de fingir: el presentador dice "¡Y ahora, un gran aplauso!"
El público del estudio aplaude y el espectador en su casa se siente
satisfecho, porque sabe que el aplauso no es fingido. No le interesa que
sea espontáneo, sino que sea de veras televisivo.
5. La Puesta en Escena
Entonces, ¿la televisión ya no muestra
acontecimientos, esto es, hechos que ocurren por sí mismos, con
independencia de la televisión y que se producirían también si ésta no
existiese?
Cada vez menos. Cierto, en Vermicino un niño cayó
de veras en un pozo y de veras murió. Pero todo lo que se desarrolló
entre el principio del accidente y la muerte del niño sucedió como
sucedió porque la televisión estaba allí. El hecho captado
televisivamente en su mismo inicio se convirtió en una puesta en escena.
No vale la pena referirse aquí a los estudios más
recientes y decisivos sobre el tema, y pienso en el fundamental libro de
Bettetini, Produzione del senso y messa in scena : basta apelar al
sentido común. El espectador de inteligencia media sabe muy bien que
cuando la actriz besa al actor en una cocina, en un yate o en un prado,
incluso cuando se trata de un prado verdadero (con frecuencia es el
campo romano o la costa yugoslava), se trata de un prado elegido,
predispuesto, seleccionado, y por tanto en cierta medida falsificado a
fines del rodaje.
Hasta aquí el sentido común. Pero el sentido común
(y a menudo también la atención crítica) se halla mucho más desarmado
con respecto a lo que se llama transmisión en directo. En ese caso, se
sabe (incluso aunque se desconfía y se supone que el directo es un
diferido enmascarado) que las cámaras transmiten desde el lugar donde
sucede algo, algo que ocurriría de todos modos, aunque no estuvieran
presentes las cámaras de televisión.
Desde los principios de la televisión, se sabe que
incluso el directo presupone una elección, una manipulación. En mi
lejano ensayo "El azar y la intriga" (ahora en Obra abierta) traté de
mostrar cómo un conjunto de tres o más cámaras que transmiten un partido
de fútbol (acontecimiento que por definición sucede por razones
agonísticas, donde el delantero centro no se prestaría a fallar un gol
por exigencias del espectáculo, ni el portero a dejarlo pasar) opera una
selección de los hechos, enfoca ciertas acciones y omite otras,
intercala tomas del público en menoscabo del juego y viceversa, encuadra
el terreno de juego desde una perspectiva determinada. En suma,
interpreta, nos ofrece un partido visto por el realizador del programa y
no un partido en sí.
Pero este análisis no cuestionaba el hecho
indiscutible de que el evento ocurriese con independencia de su
transmisión. Esta transmisión interpretaba un hecho que ocurría de forma
autónoma, ofrecía una parte de éste, una sección, un punto de vista,
aunque se trataba siempre de un punto de vista sobre la "realidad"
extratelevisiva.
Tal consideración es, sin embargo, afectada por una serie de fenómenos que percibimos en seguida:
a) El hecho de saber que el acontecimiento será
transmitido influye en su preparación. A propósito del fútbol, obsérvese
la evolución del viejo balón de cuero tosco al balón televisivo
escaqueado; o el cuidado que ponen los organizadores en colocar
importantes vallas publicitarias en posiciones estratégicas, para
engañar a las cámaras y al ente estatal que no quería hacer publicidad;
sin hablar de ciertos cambios, indispensables por razones
cromático-perceptivas, experimentados por las camisetas.
b) La presencia de las cámaras de televisión
influye en el desarrollo del acontecimiento. En el suceso de Vermicino,
tal vez el socorro hubiese dado los mismos resultados aunque la
televisión no hubiese estado presente por espacio de dieciocho horas,
pero indudablemente la participación hubiera sido menos intensa y quizá
menores las obstrucciones y la confusión. No quiero decir que Pertini no
hubiera estado presente, pero sí ciertamente durante menos tiempo: no
es que se tratase de un cálculo teatral, pero es evidente que estaba
allí por razones simbólicas, para significar ante millones de italianos
la participación presidencial; y que esa participación simbólica fuese,
como creo, "buena", no quita que estuviera inspirada por la presencia de
la televisión. Podemos incluso preguntarnos qué hubiera sucedido si la
televisión no hubiese seguido ese hecho y las alternativas son dos: o
los socorros hubieran sido menos generosos (no importa el resultado,
pensamos en los esfuerzos, y sabemos muy bien que sin la presencia
televisiva aquellos tipos pequeños y delgados que acudieron a prestar
ayuda no hubieran sabido nada del acontecimiento), o bien la menor
afluencia de público hubiera permitido realizar una operación de socorro
más racional y eficaz.
En ambos casos descritos, podemos ver que se
perfila ya un esbozo de puesta en escena : en el caso del partido de
fútbol es intencional, aunque no cambie radicalmente el evento; en el
caso de Vermicino es instintivo, inintencional (al menos a nivel
consciente), pero puede cambiar radicalmente el hecho.
Sin embargo, en la última década el directo ha
sufrido cambios radicales respecto a la puesta en escena: desde las
ceremonias papales hasta numerosos acontecimientos políticos o
espectaculares, sabemos que tales acontecimientos no se hubieran
concebido tal como lo fueron de no mediar la presencia de las cámaras de
televisión. Nos hemos ido acercando cada vez más a una predisposición
del acontecimiento natural para fines de la transmisión televisiva. El
matrimonio del príncipe Carlos de Inglaterra verifica totalmente esta
hipótesis. Este ceremonial no sólo no se hubiera desarrollado tal como
se desarrolló, sino que probablemente ni siquiera hubiera tenido lugar,
si no hubiese debido ser concebido para la televisión.
Para medir del todo la novedad de esta Royal
Wedding es necesario remontarse a un episodio análogo acaecido hace casi
veinticinco años: la boda de Rainiero de Mónaco con Grace Kelly. Aparte
la diferencia de dimensiones de los dos reinos, el acontecimiento se
prestaba a las mismas interpretaciones: el momento políticodiplomático,
el ritual religioso, la liturgia militar, la historia de amor. Pero el
matrimonio monegasco ocurría a principios de la era televisiva y se
había organizado sin tener en cuenta la televisión. Aun en el caso de
que los organizadores hubieran considerado la idea de la televisión, la
experiencia era todavía insuficiente. Así el acontecimiento se
desenvolvió verdaderamente por su cuenta y al director televisivo sólo
le quedó interpretarlo. Al hacerlo, privilegió los valores románticos y
sentimentales frente a los políticodiplomáticos, lo privado frente a lo
público. El acontecimiento sucedía: las cámaras enfocaban aquello que
contaba para los fines del tema que la televisión había elegido.
Durante una parada de bandas militares, mientras
tocaba una sección de marines de evidentes funciones representativas
(hay que considerar que en el principado de Mónaco los marines eran
también noticia), las telecámaras enfocaron en su lugar al príncipe, que
se había ensuciado el pantalón al rozar la balaustrada del balcón, y
que, casi a hurtadillas, se inclinaba para sacudirse el polvo con la
mano, sonriendo divertido a la novia. Una elección ciertamente, un
decidirse por la novela rosa frente a la opereta, pero realizada, por
así decirlo, a pesar del acontecimiento, aprovechando los intersticios
no programados. Así, durante la ceremonia nupcial, el realizador siguió
la misma lógica que lo había guiado la jornada precedente: eliminada la
banda de marines, era preciso eliminar también al prelado que celebraba
el rito, y las cámaras permanecieron fijas enfocando el rostro de la
novia, princesa ex actriz, o actriz y futura princesa. Grace Kelly
representaba su última escena de amor, el realizador narraba, pero
parasitariamente (y por ello de manera creativa), usando a modo de
collage retazos de aquello que sucedía de manera autónoma.
Con la Royal Wedding del príncipe heredero del
Reino Unido las cosas fueron muy diferentes. Era absolutamente evidente
que todo lo que sucedía, de Buckingham Palace a la catedral de Saint
Paul, había sido estudiado para la televisión. El ceremonial había
excluido los colores inaceptables, modistos y revistas de modas habían
sugerido los colores pastel, de modo que todo respirase cromáticamente
no sólo un aire de primavera, sino un aire de primavera televisiva.
El traje de la novia, que tantas molestias causó al
novio que no sabía cómo levantarlo para hacer sentar a su prometida, no
estaba concebido para ser visto de frente, ni de lado, ni siquiera
desde detrás, sino desde lo alto, como se veía en uno de los encuadres
finales, en que el espacio arquitectónico de la catedral quedaba
reducido a un círculo dominado en el centro por la estructura cruciforme
del transepto y de la nave, subrayada por la larga cola del traje
nupcial, mientras que los cuatro cuarteles que rodeaban este blasón
estaban formados, como en un mosaico bizantino, por el punteado colorido
de la vestimenta de los integrantes del cortejo, de los prelados y del
público masculino y femenino. Si Mallarmé afirmó una vez que le monde es
fait pour aboutir à un livre, la retransmisión de la boda real decía
que el Imperio Británico estaba hecho para dar vida a una admirable
emisión de televisión.
He podido ver personalmente diversas ceremonias
londinenses, entre ellas la anual Trooping the Colours, donde la
impresión más desagradable la producen los caballos, adiestrados para
todo, excepto para abstenerse de ejercer sus legítimas funciones
corporales: en estas ceremonias, la reina se mueve siempre en un mar de
estiércol, ya que los caballos de la Guardia -sea por la emoción o por
la normal ley de la naturaleza- no saben hacer nada mejor que llenar de
excrementos todo el recorrido. Por otra parte, manejar caballos es una
actividad muy aristocrática y el estiércol equino forma parte de las
materias más familiares a un aristócrata inglés.
Durante la Royal Wedding no fue posible eludir esta
ley natural. Pero quien vio la televisión pudo observar que este
estiércol equino no era ni oscuro ni desigual, sino que aparecía siempre
y por doquier de un color también pastel, entre el beige y el amarillo,
muy luminoso, para no llamar demasiado la atención y armonizar con los
suaves colores de los trajes femeninos. Después he leído (aunque no
costaba demasiado imaginarlo) que los caballos reales habían sido
alimentados durante una semana con unas píldoras especiales, para que el
estiércol tuviera un color telegénico. Nada debía dejarse al azar, todo
estaba dominado por la retransmisión.
Hasta el punto de que, en esa ocasión, la libertad
de encuadre e "interpretación" dejada al realizador había sido, como es
fácil de suponer, mínima: era preciso filmar lo que sucedía, en el lugar
y en el momento en que se había decidido que sucediera. Toda la
construcción simbólica estaba "predeterminada" en la puesta en escena
previa, todo el acontecimiento, desde el príncipe hasta el estiércol
equino, había sido preparado como un discurso de base, sobre el que el
ojo de las cámaras, en su obligado recorrido, debería fijarse reduciendo
al mínimo los riesgos de una interpretación televisiva. Es decir que la
interpretación, la manipulación y la preparación para la televisión
precedían la actividad de las cámaras. El acontecimiento nacía ya como
fundamentalmente "falso", dispuesto para la toma. Londres entero había
sido dispuesto como un estudio, construido para la televisión.
6. Algunos Petardos, Para Terminar
Para terminar, podríamos decir que, en contacto con
una televisión que sólo habla de sí misma, privado del derecho a la
transparencia, es decir, del contacto con el mundo exterior, el
espectador se repliega en sí mismo. Pero en este proceso se reconoce y
se gusta como televidente, y le basta. Vuelve cierta una vieja
definición de la televisión: "Una ventana abierta a un mundo cerrado."
Pero, ¿qué mundo "descubre" el televidente?
Redescubre su propia naturaleza arcaica, pretelevisiva -por un lado- y
su destino de solitario de la electrónica. Y esto ocurre especialmente
con la aparición de las emisoras privadas, saludables en un principio
como garantía de una información más vasta, y finalmente "plural".
La Paleo TV quería ser una ventana que desde la
provincia más remota mostrara el inmenso mundo. La Neo TV independiente
-a partir del modelo estatal de Giochi senza frontiere (Juegos sin
fronteras)- apunta la cámara sobre la provincia, y muestra al público de
Piacenza la gente de Piacenza, reunida para escuchar la publicidad de
un relojero de Piacenza, mientras un presentador de Piacenza hace
chistes gruesos sobre los pechos de una señora de Piacenza, que lo
acepta todo mientras gana una olla a presión. Es como mirar con un
largavistas al revés.
El presentador de la subasta es un vendedor y al
mismo tiempo un actor. Pero un actor que interpretase a un vendedor no
sería convincente. El público conoce a los vendedores, esos que le
convencen para que compre un coche usado, la pieza de género, la grasa
de marmota en las ferias campesinas. El presentador de la subasta debe
tener buena presencia y hablar como sus espectadores, con acento y de
ser posible despellejando la gramática. Debe decir "¡Exacto!", y
"¡Oferta muy interesante!", como dice la gente que vende de veras. Debe
decir "dieciocho quilates, señora Ida, no sé si me explico". En realidad
no debe explicarse, sino manifestar, ante la mercancía, la misma
sorpresa llena de admiración que el comprador. En su vida privada,
seguramente es probo y honestísimo, pero ante la cámara debe mostrarse
un tanto tramposo, de otro modo el público no se fía. Así es como se
comportan los vendedores.
En otro tiempo había palabrotas que se decían en la
escuela, en el trabajo o en la cama. Pero en público había que
controlar un poco esos hábitos, y la Paleo TV (sometida a censura y
concebida para un público ideal, moderado y católico) hablaba de manera
depurada. Las televisiones independientes, en cambio, quieren que el
público se reconozca y se diga "somos nosotros mismos". Por lo que tanto
el cómico como el presentador que propone una adivinanza mirando el
trasero de la espectadora, deben decir palabrotas y hablar con doble
sentido. Los adultos se reencuentran, y la pantalla es, al fin, como la
vida misma. Los chicos piensan que aquél es el modo apropiado de
comportarse en público, como siempre habían sospechado. Este es uno de
los pocos casos en los que la Neo TV dice la verdad absoluta.
La Neo TV, especialmente la independiente, explota a
fondo el masoquismo del espectador. El presentador pregunta a tímidas
amas de casa cosas que deberían hacerlas enrojecer de vergüenza, pero
ellas entran en el juego y entre fingidos (o verdaderos) rubores se
comportan como putillas. En Norteamérica, esta forma de sadismo
televisivo ha culminado en el nuevo juego que Johnny Carson propone en
el curso de su popularísimo programa Tonight Show. Carson cuenta la
trama de un hipotético dramón tipo Dallas, en el que aparecen personajes
idiotas, miserables, deformes, pervertidos. Mientras describe a uno de
estos personajes, la cámara enfoca el rostro de un espectador, que al
mismo tiempo puede verse en una pantalla colocada sobre su propia
cabeza. El espectador ríe inocente mientras es descrito como un
sodomita, un violador de menores; la espectadora goza al encontrarse en
el papel de una drogada o de una deficiente congénita. Hombres y mujeres
(que, por otra parte, la cámara ha elegido ya con cierta malicia,
porque tienen algún defecto o algún rasgo pronunciado) ríen felices al
verse ridiculizados ante millones de espectadores. Total, piensan, es
una broma. Pero son ridiculizados de verdad.
Cuarentones y cincuentones saben qué fatigas, qué
búsquedas eran precisas para recuperar en alguna perdida filmoteca una
vieja película de Duvivier. Hoy la magia de la filmoteca está acabada:
la Neo TV nos brinda, en una misma noche, un Totó, un Ford de los
primeros tiempos y quizás hasta un Méliès. Así nos hacemos una cultura.
Pero ocurre que para ver un viejo Ford hay que tragarse diez
indigeribles bodrios y películas de cuarta categoría. Los viejos lobos
de filmoteca todavía saben distinguir, pero en consecuencia sólo buscan
en su televisor las películas que ya han visto. De esta manera su
cultura no avanza. Los jóvenes, por otra parte, identifican cualquier
película antigua con una de filmoteca. Así su cultura se aminora más.
Afortunadamente, aún están los periódicos que ofrecen alguna
información. Pero, ¿cómo se puede leer periódicos si hay que ver la
televisión?
La televisión norteamericana, para la que el tiempo
es dinero, imprime en todos sus programas un ritmo calcado del jazz. La
Neo TV italiana mezcla material norteamericano con material propio (o
de países del Tercer Mundo, como la telenovela brasileña), que tiene un
ritmo arcaico. Así, el tiempo de la Neo TV resulta un tiempo elástico,
con desgarrones, aceleraciones y ralentís. Afortunadamente, el
televidente puede imprimir su propio ritmo seleccionando histéricamente
con el telemando. Todos hemos intentado alguna vez ver el telediario
pasando de la primera a la segunda cadena de la RAI a intervalos,
alternativamente, de modo que hemos visto siempre dos veces la misma
noticia y nunca aquélla que esperábamos. O introducir una escena de
pastel en la cara en el momento de la muerte de la vieja madre. O de
romper la gymkhana de Starsky y Hutch con un lentísimo diálogo entre
Marco Polo y un bonzo. Así, cada cual puede crearse su propio ritmo y
ver la televisión del mismo modo que cuando se escucha música tapándose y
destapándose los oídos con las manos, decidiendo por su propia cuenta
en qué cosa se transformará la Quinta de Beethoven o la Bella Gigugin.
Nuestra noche televisiva ya no cuenta historias completas: toda ella es
un avance, un trailer, un "próximamente". El sueño de las vanguardias
históricas.
En la Paleo TV había poca cosa que ver y antes de
medianoche ¡todo el mundo a la cama! La Neo TV, en cambio, ofrece
decenas de programas hasta horas avanzadas de la madrugada. El apetito
se abre comiendo. El aparato de video permite ver ahora muchos programas
más. Las películas pueden comprarse o alquilarse; y pueden grabarse los
programas que se emiten cuando no estamos en casa. ¡Qué maravilla!
Ahora es posible pasarse cuarenta y ocho horas al día delante de la
pantalla, de modo que ya no hay que estar en contacto con esa remota
ficción que es el mundo exterior. Además, un acontecimiento puede
hacerse ir hacia adelante y atrás, y al ralentí y a doble velocidad. ¡Se
puede ver a Antonioni a ritmo de Mazinga! Ahora la irrealidad está al
alcance de todos.
El video es una de las nuevas posibilidades, pero
ya aparecen otras y seguirá así hasta el infinito. En la pantalla
televisiva podrán verse los horarios de trenes, la cotización de Bolsa,
los horarios de espectáculos, las voces de la enciclopedia... Pero
cuando todo, absolutamente todo, incluso las intervenciones de los
consejeros municipales, pueda leerse en el televisor, ¿quién tendrá
necesidad todavía de los horarios de trenes o de espectáculos, o de los
informes meteorológicos? La pantalla del televisor nos dará
informaciones de un mundo exterior al que ya nadie saldrá. El proyecto
de la nueva megalópolis MITO, es decir, Milano-Torino, se basa en gran
medida en contactos vía televisión: llegados a tal punto, no hay por qué
potenciar las autopistas o las líneas ferroviarias, puesto que no
tendremos necesidad de desplazarnos de Milán a Turín y viceversa. El
cuerpo se volverá inútil; bastarán los ojos.
Se puede comprar juegos electrónicos, hacerlos
aparecer en el televisor, y toda la familia puede jugar a desintegrar la
flota espacial de Dart Vader. Pero, ¿cuándo?, si hay que ver tantas
cosas, incluidas las registradas en video. En todo caso, la batalla
galáctica, que ya no se jugará en el bar, entre un cortado y una llamada
telefónica, sino todo el día, hasta el espasmo (porque, como se sabe,
en el bar sólo se abandona la máquina porque hay alguien detrás
echándonos el aliento en el cogote, pero en casa, en casa se puede jugar
hasta el infinito), tendrá los efectos siguientes. Enseñará a los niños
a tener unos reflejos óptimos, de manera que puedan conducir un caza
supersónico. Nos habituará, a niños y adultos, a la idea de que
desintegrar diez astronaves no es gran cosa, y la guerra de los misiles
nos parecerá a la medida del hombre. Cuando después hagamos de veras la
guerra seremos desintegrados en un instante por los rusos, no
condicionados por Battlestar Galactica. Porque, no sé si lo habréis
experimentado, después de haber jugado durante dos horas, por la noche,
en un inquieto duermevela, se ven luces intermitentes y la traza
luminosa de los proyectiles. La retina y el cerebro quedan aniquilados.
Es como cuando un flash nos relampaguea ante los ojos. Durante mucho
tiempo sólo vemos delante de nosotros una mancha oscura. Es el principio
del fin.
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